Tribuna
¿Desde dónde abordamos la diversidad cultural en la escuela?
El 12 de octubre celebramos en Argentina el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, anteriormente conocido como Día de la Raza. El cambio de nombre no solamente busca despegarse de términos que ya han sido superados, sino que persigue objetivos más profundos y de largo aliento, vinculados a la reflexión histórica y el diálogo intercultural acerca de los derechos de los pueblos originarios. La elección de nuevas palabras es una invitación a modificar nuestro modo de ver el mundo y actuar en consecuencia.
Para lograrlo es necesario, sin embargo, ir un paso más atrás y preguntarnos respecto de quiénes son los que avanzan estas propuestas: quiénes eligen palabras y designan nombres; qué visibilizan, qué muestran; ¿y qué esconden?
Cuando yo estaba en la escuela, se utilizaba el término aborigen para referirse a los individuos que hoy llamamos pobladores originarios. Aborigen significa, literalmente, alguien sin origen.
Pero los pueblos originarios no solamente tienen origen, sino que también tienen tradiciones, costumbres, cultura. Tienen historia, y es por eso que están presentes y de pie. Tienen historias, en plural, individuales y colectivas, aunque muchas veces se desconozcan. Aunque muchas veces las ignoremos.
Los pueblos originarios son desde su manera de vivir y entender el mundo, desde su cosmovisión. Para los mapuches, por ejemplo, se sustenta a partir de raquizuan (conocimiento) y kimun (sabiduría). Se refieren a los hombres y las mujeres blancas como winkas. Son ellos, nosotros, los que hemos estado escribiendo y contando historias.
Historias fragmentadas, parciales, que no visibilizan todas las miradas ni hacen oír a todas las voces. Estos relatos prueban que la opresión es fácil de ignorar cuando funciona a nuestro favor, cuando somos nosotros los que la estamos ejerciendo.
Como docente, fechas como estas son especialmente interesantes para trabajar en el aula porque habilitan múltiples discusiones y debates: respecto de nuestra historia pero también de los discursos que se van generando a partir de ella, de los modos que elegimos para contar y recordar los hechos del pasado y la influencia que eso tiene en cómo damos forma a la realidad desde el presente.
Nos permiten asimismo construir intercambios más abarcativos, indagar acerca de la construcción de conocimiento, de las asimetrías de poder y sus efectos a largo plazo, pero sin por eso perder de vista la capacidad de agencia que han tenido y tienen todos los individuos, independientemente de su posición relativa. Nos interpela de esta manera a revisar las generalizaciones y zambullirnos en las complejidades para hacer mejores preguntas.
Sabemos que la escuela muchas veces ha impuesto: visiones, lógicas, perspectivas, símbolos. Pero la escuela tiene el potencial de abrir puertas, de liberar(nos), de acercar posiciones, personas, comunidades. Hoy, 12 de octubre, hablar de diversidad, de interculturalidad, de educación para todos y todas es políticamente correcto. También es necesario.
Pero la diversidad no puede ser solo 24 horas, eso corresponde a la forma winka de ver el mundo. Los pueblos originarios son todos los días, desde que sale el sol, hasta que se acuestan. Y lo mismo sucede con la obligación que tenemos, como educadores y como sociedad, de plantear otras formas de enseñanza y aprendizaje que sean culturalmente responsables, que estén atentas a las diferencias, a las singularidades, que contemplen y acompañen las trayectorias personales de cada estudiante y de las infancias que hoy están presentes.
Estoy convencida de que el aula debe ser un espacio que habilite relaciones recíprocas de aprendizaje entre docentes y estudiantes, que se aferre al conocimiento, cultura e identidad de cada una y cada uno como parte integral del proceso de aprendizaje. En este sentido, debe desafiarnos como docentes, todos los días, a poner a los estudiantes en el centro, a valorar sus experiencias, a comenzar en el punto exacto en que ellos y ellas se encuentren.
Nos debe motivar a desarrollar prácticas interactivas que los inviten a participar y a afirmar su propia identidad, conscientes de que el camino para que cada estudiante pueda alcanzar su máximo potencial empieza por reconocer todo aquello que ya saben, que ya conocen, que ya son.
Gran parte de la cultura de los pueblos originarios se transmite por medio de la oralidad. Es así como pasa de generación en generación. Es, por definición, una práctica basada en el intercambio, que involucra ciertas reglas que podemos tomar como lecciones: la oralidad implica estar presentes, atentos a lo que el otro tiene para decir, abiertos a recibir esa información y a hacerla nuestra, porque es ese el único modo de preservarla. Es una invitación a escuchar. Hoy, y todos los días.
Magdalena Fernández Lemos es Directora Ejecutiva de Enseñá Por Argentina